Cada año, aguardo con impaciencia el momento de la vendimia. Este año, la odisea comenzó el veintiocho de julio, con un Sauvignon Blanc de Silao que surgió de forma inesperada…
La emoción de saber qué llegó el momento de moldear y velar por la uva que recibimos, de explorar, crear e imaginar lo que será la vendimia de este año ha llegado. A partir de este momento, se declara el día uno de meses de arduo trabajo, jornadas extensas, siete días a la semana, mañana, tarde y noche.
Toneladas y toneladas de uva que van llegando, en cada una de ellas anida la promesa de un vino único; cada una tiene su propia historia, me toca escuchar que historia quieren contar, de dónde vienen, cómo estuvo su año, hacia dónde se dirigen, en qué vino se quieren convertir…
Es una satisfacción impresionante contar su historia, respetando en todo momento su esencia y toda la energía que acumularon y se refleja en cada diminuto fruto. La cosecha de cada vino que degustamos es un espejo de las hazañas del terruño en ese año, y por eso debemos apreciarla y valorarla, sabiendo que jamás se repetirá.
Todos los sentidos conectados para que la magia suceda. Es estar presente y acompañar al mosto cada día a que vaya cumpliendo su evolución al mejor vino posible.
Tratarlo con delicadeza porque eso es el vino, una sustancia viva que requiere de mucha atención, de constante monitoreo, de cuidados intensivos. Paciencia, mucha paciencia.
Probar, probar y probar, oler los aromas del ambiente, escuchar las burbujas, ver las tonalidades de blanco a rosa y a morado, como va cambiando de color en la extracción, sentir la temperatura del mosto, romper la dureza del sombrero con las manos, hasta que las manos te queden moradas, sensaciones que me encantan...